jueves, 4 de marzo de 2010

Esquirlas de Sol




La casa estaba muda, sorda, ciega.
Todos detenidos en la siesta pesada, como demorada sobremesa de chocolate, coco y crema.
La niña se olvidó de cerrar los ojos -o no quiso-, atraída por las mariposas de la cortina nueva, que el viento pequeño apenas movía.
Luego la distrajo un reflejo de sol que se infiltraba por la puerta y se posaba al ras del piso del cuarto. Logró levantarse y arrastrándose, se acercó a la luz, para recogerla, tan viva, tan brillante y cerquita...
Estiró la mano como a un juguete, una flor, un pájaro, pero se escapaba y volvía, se escapaba y volvía, como un cordón elástico, como la honda de sus hermanos...
Su mano quedaba calentita, pero la figura se disolvía, igual al humo.
¿Flor? ¿Ave? ¿Juguete?
¡Qué hermosa luz!
Estiró las dos manitas y la mancha se seguía escapando, casi la había agarrado. Tan cerca estaba y tan mansa, tan tierna...
La niña se había raspado la mano en el piso y estaba cansada. Desistió. Y se puso a llorar un poquito. Sólo un poquito. Pero luego más y más. Un llanto fuerte, dolido.
La luz desaparecería por completo, huyendo a la calle, llegada la puesta del sol.
Y la niña lloraba, tanto que despertó la casa que ya no estaba sorda, muda y ciega.
Las lágrimas de la niña, blancas, casi dulces, pesadas, caían sobre el espacio donde había estado la esquirla de luz del sol.
Sólo más tarde, tiempos pasados, cuando dejó de ser niña -la niña que era yo-, comprendió que el sueño que no logramos realizar, la meta que no alcanzamos, el ideal que se desvanece, es como aquella luz, nada más que un reflejo, que algo abstracto, que un espejismo, que una ilusión óptica.

Perpétua Flôres