Si yo tuviera que definir la radio con una sola palabra, no dudaría en emplear “vuelo”.
Giro media luna de perilla.
Un remolino de notas musicales y ondas de palabras florecen del dial.
Entre delicada reja de esterillas, una presencia invisible invade mi cuarto
y me habla al oído.
De la casi nada modelo un rostro para su antifaz.
Al influjo de su palabra, mis orejas quedan estáticas y el sentido auditivo
se extiende, se amplía, en su elástico contorno.
Esa voz me adormece y me despierta, con sus matices.
El grito es un derrumbe. La voz, sonora, un canto.
Y la música del cielo que lo acompaña, también es de la tierra, de los mares,
de la floresta; de todos los jardines.
La magia de encenderla, el suave movimiento de girar media perilla.
Y ya somos –la voz y yo, como oyente-, indispensables, dependientes, necesarios, desconocidos y presentidos.
Esa es la radio. A mí, habla.
Y se da el fantástico momento, que puede ser interminable, de distendido monólogo a dos.
Perpétua Flôres